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Emma B. El diario de una chica de provincias

hombres, hombres

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tanta tramontana eriza el vello púbico. Y tus manos encerradas en

los bolsillos de la chupa. Vuelve a llover.

 

 


¿dónde habita el olvido?

Chocamos al doblar la esquina. Yo voy deprisa con paso de frío y voz encogida, revolviendo en el bolso en busca del móvil que no paraba de sonar. Él también iba deprisa con un paraguas negro tamaño familiar. Enseguida me reconoce. "Hola. Caramba, qué casualidad. ¿Qué es de tu vida? Tantos años sin vernos, ni que viviésemos en ciudades diferentes. ¿Dónde te metes? No te veo por ningún lado. No me digas que no sales. No me lo creo. Ya, ya te tenía yo ganas de pillarte...", dice también deprisa, mientras me observa sin pestañear de los zapatos a las arruguillas de la frente, hasta llegar al fondo de las entretelas. Casi ni puedo respirar después del chaparrón verbal. "Y eso que esto es pequeño..." contesto con mi mejor sonrisa de tarde de ya es jueves a pesar de la lluvia, siento los rayos gamma de sus ojazos azules que me traspasan. Ahora suena su móvil. "Perdona. Es un momento", dice. Aprovecho para largarme con un adiós en la mano. En realidad lo conozco pero no sé de qué, ni cómo, ni cuándo. No nos hemos olvidado.

el amigo invisible

el amigo invisible

“!!Ayyyyy golosona!!” Éstas fueron sus últimas palabras. Desde entonces, silencio. Nada, ni un reproche, ni un consejo, ni ... Nada, ni una proposición indecente, siquiera. ¡Ni una despedida!

Un día llegó y dijo: “Nunca vieron los tiempos unos labios de faraón como los de Yul Briner.”, así de claro sentenció. De esto hace más de dos años. Mas tarde, se encaprichó con la alfombra de bolitas de colores. Por él me enteré que a Milanzarote le llamaban “Nanín” en el colegio. Se ofreció a hacerme la compra en el mercado central. Es fan de las pelirrojas con pelo ensortijado, y me importaba un pimiento. Ahí estaba él en los momentos en que a una le da por regarse con pesares: “Recupere el azul en su escritura, y el sabor de lima verde, verde, de sus adjetivos deje el gris para Pañerías Fernández.”

Los primeros días lo echaba de menos. Todos los días buscaba en el post de turno, esperaba uno de sus comentarios, sin éxito.

A los veinte días, comencé a preocuparme: ¿Le habrá pasado algo? ¿Estará enfermo gravísimo? ¿Me habrá dejado por otra? ¿He dicho algo inconveniente? La palabras me traicionan, salen de mis labios sin tan siquiera pedirme permiso.

A saudade se apoderaba de mí cada vez que abría el blog. Recordaba sus palabras cuando desaparecía por esos mundos de dios: “Sepa que mi corazón y lo que queda de mí, le guardamos la ausencia

Ahora, que han pasado cincuenta y nueve días desde su desaparición estoy fatalmente preocupada, lo peor no deja de rondarme por la cabeza.
Sí, Toisaras, querido, misombra, mi corazón y yo le guardamos ausencias. Pero, por dios, ¿dónde está? Diga algo. Haga algo, no sé..., una señal del cielo, un recado, una postal, una carta de amor, un ay, un miau...

(Misombra promete ser buena, y yo... “¡yo no sé qué te diera por... !")

una de hombres! marchando

una de hombres! marchando

"Durante miles de años, los hombres han regresado de cacería al final de la jornada y han pasado el atardecer simplemente dedicados a la contemplación del fuego. Un hombre podía permanecer sentado en esa especie de estado de trance durante largo tiempo, acompañado por sus amigos y sin comunicarse con ellos, quienes no le pedían que hablase o participase. Se trata, para el hombre, de una forma muy valiosa de liberar el estrés y de una manera de recargar pilas para las actividades del día siguiente.

El hombre moderno sigue contemplando el fuego al final del día, aunque ahora ello implique otras herramientas como periódicos, libros o mandos a distancia. En una ocasión, visitamos el delta del Okavango, situado al norte del desierto de Kalahari en Botswama, en el sur de África. Vimos, colgada de un mástil sobre una cabaña del poblado, una antena de televisión por satélite activada por energía solar. Entramos y nos encontramos con un grupo de bosquimanos de Kalahari vestidos con taparrabos sentados frente a un televisor y con un mando a distancia que se iban turnando para cambiar los canales."

Por qué los hombre mienten y las mujeres lloran. Allan y Barbara Pease.

Después de todo, parece que seguimos cómo en Atapuerca. Eso sí con tecnología en vez de hoguerita.

el hombre melancolía

el hombre melancolía

El hombre melancolía usa perilla pero no sombrilla, y las penas le llueven grises, sin descanso. Cada día una nueva tristeza le abate desde las zapatillas felpudas; sube despacio, mustia y mohína desde la planta de los pies, fémur arriba, hasta asentarse en la barriguita, bien adentro entre los pliegues melosos del estómago.

El hombre melancolía siempre trabaja, no descansa. Tanto abatimiento da mucho que hacer. Trabaja bien duro con las murrias, las bate con melisa y una pizca de insomnio, las amasa suave con palabras y las tiende a secar entre las adidas rojas y la blusa negra.

El hombre melancolía teje una manta de palabras al abrigo de la languidez lluviosa del jueves santo. Cavila, desteje, intriga, deshila, y de tanto urdir el tedio la pesadumbre corre por las canales, baja por los sumideros, rebosa por las alcantarillas y va a parar al mar helado de las zangarrianas.

El hombre melancolía levanta la vista, templa los enormes ojos azules, levanta la tapa del occipital, y de un golpe seco y metálico arranca la nostalgia de la temporada otoñal. De nuevo, asienta la cabeza trasquilada, acaricia la perilla y abre la sombrilla: “Este sol de otoño templa las tristezas.”

un año más, el jefe

El hombre de las veinte caras y cincuenta refranes —“Novios de salón al rincón”— asoma por encima de la pantalla del ordenador. El semblante rebosante de redondez flácida, los ojos ennegrecidos chispean a saltos dentro de la pequeña línea de fuego bordeada por las sanotas mejillas. Levanta el brazo peludo de vellón, tiende la mano y me estruja fuerte, bien fuerte, tratando de agarrar un barril de aire fresquito del mar salado. Su mano deja una huella de sudores carnívoros, caldos de unto y farinato de invierno. El jefe saluda la vuelta de vacaciones. Misombra sale pitando a esconderse entre las páginas del Reglamento de Urbanismo.
—¡Uy!, que éste me sacude y me arruga con el meñique —dice con un guiño por los aires. Sí, ahora, vendrá lo de: ¿Qué tal las vacaciones, bonita?

fiebre sábado noche

Eran las doce y media de la noche. El termómetro terco como los números no bajaba de los 30. Las terrazas al borde de la bandera de España estaban repletas de matrimonios silenciosos, niños inagotables y amigas ruidosas.

—Ya está bien. No quiero que vengas por el bar. —Le masculló en la cara el camarero al hombre que acababa de sentarse en la mesa de al lado. El hombre le contestó con un susurro tembloroso, agitó el hielo de su copa y bebió un trago largo.

—¡Pero qué dices, hombre, qué dices! Si estás borracho. Te he dicho que no quiero que vengas por aquí.

El camarero lo dejó a lado, siguió su ruta. El hombre de pelo gris y ojos rezagados volvió a por otro sorbo, se perdió entre los chorros de la fuente, siguió bebiendo con avidez cansada.

Diez minutos más tarde, el camarero volvió a las andadas. El termómetro con los 30 a cuestas.

—No quiero que vengas por aquí. No es la primera vez que te lo digo, que no tenga que volver a repetírtelo. —El hombre de pelo gris musitó entre dientes palabras sueltas, muy despacio, sin prisa como la noche de luna y calor.— Te lo he dicho más de 100 veces no vuelvas por aquí. ¿Queda claro?

Nuestro hombre tomó otro trago callado, los ojos pegados a la bandera de la plaza. En las mesas de alrededor los hielos tintineaban chispeantes, y las palabras se confundían con los suspiros de verano. Nuestro hombre fue a por el último trago de la madrugada sudorosa. Dejó el vaso sobre la mesa despacio. Cansado, cantó bajito: It’s wonderful, it’s wonderful, I dream of you... chips, chips.. du-du-du-du... Via, via, vieni via con me, entrea in questo amore buio... Una brisa madrugadora sopló desde la Gran Vía. El termómetro de la calle marcaba los 28. Brincó la bandera. Comienza a refrescar.

dos de Forbes

Este domingo pasado, El País publicaba dos reportajes sobre sendos multimillonarios de muy diferente edad y apostura. El ruso Román Abramóvich de 41 años y Warren Buffet –que ha estado en Madrid de compras: nada, con menos de 50 millones de euros de beneficios brutos, por favor-, el americano de 78 años, que ha culpado a los bancos de la crisis.

El primero ha hecho enormes negocios a la sombra de Yeltsin, durante el desmantelamiento del régimen comunista, y ha procurado dejarle claro a Putin que no le interesa la política y el poder. Vive entre Londres, Moscú y New York, es propietario del Chelsea FC, acaba de comprar un rancho y una pista de esquí por las Montañas Rocosas. Lo describen como tímido, despiadado, generosos, audaz, calculador y visionario.

El segundo declara que apoya a cualquiera de los candidatos demócratas por sus propuestas sobre el aborto, la sanidad, los impuestos..., y es optimista con respecto a la crisis económica. Vive en la misma casa que compró hace 40 años, conduce su propio coche y cobra 100.000 dólares como ejecutivo de su compañía. El entrevistador lo describe como racional, con sentido del humor, sentido común, seguro de sí mismo y enorme bagaje financiero y de gestión.

Ambos comenzaron bien prontito en los negocios . El ruso a los 18 años con el dinero, regalo de su suegro por la boda, que invirtió en perfumes, desodorantes, medias y pasta de dientes. El americano hizo su primera inversión a los 11 años después de tragarse todos los libros que sobre el tema había en la biblioteca de su pueblo. ¿Algo más en común? Quizás, a diferencia de los chinos –Sharon Stone dixit-, tienen buen karma.

siempre quise a Mercedes


—Siempre quise a Mercedes —apuntilló decidido el hombre que estaba sentado en la mesa de la derecha, casi a mi lado. Su voz era clara y fresca como la mañana. Su voz y sus palabras afilaron mi curiosidad y mi oído tratando de no perder ripio de la confesión que se avecinaba. Sola, ante un café con bollo las conclusiones llegaron en bandeja: compañeros de banco, o agencia tributaria, zurrándose café y copa antes de desentrañar la crisis de divorcio que se avecina. La tal Mercedes que lo ha plantado.

—La recuerdo desde siempre, desde el colegio, en el instituto, en la universidad y sin embargo no recuerdo haberme declarado. Ya sabes, esas cosas que se le decían a las chicas antes de nada ¿quieres salir conmigo? ¿nos hacemos novios? o lo que fuese. Me recuerdo con ella desde siempre, solos, con amigos... ¿Y ahora? —suspiró con ímpetu y desazón.

—Ya, ya, te entiendo —respondió el amigo de traje azul y corbata roja, con gesto austero y pausa de café de media mañana. De reojo, pude ver una mano huesuda que se adelantaba y trincaba un sorbo de chupito.

—No sé si puedes hacerte una idea. Lo tuyo con Pauline fue diferente, una coincidencia, tiene un punto claro de inflexión antes de Pauline, después de Pauline. No es lo mismo... Yo no tengo ese punto, ese momento “ahí empezó todo”. No puedo recordar el primer día que la vi, por más que lo he intentado. Nada, imposible. Desde siempre aparece en mis recuerdos. No recuerdo ninguna otra niña, ni amiga, ni novia, ni mujer que me importase.

—Ya, te creo, te creo... —el amigo arquea las cejas a lo Zapatero y con una ligerísima mueca le da a entender que estoy cegada por el reality que se traen entre manos.

El hombre de la voz de enero, ha templado la lengua, se siente a gusto, y vuelve a comenzar su historia, ahora con voz lejana de agosto.

—Recuerdo cosas sueltas, en el colegio, en la plaza de Los Bandos..., la recuerdo en la primera comunión de mi prima Rebe...

Desconexión. A pesar de fijar la mirada en la vela de mi mesa, no puedo escuchar las confesiones del hombre. Disimulo escudriñando con atención el cuadro de esa mujer en traje de época —¿seguro que alguna vez lo han visto? Mucho tirabuzón y mirada satinada—, pero el hombre continua su parlamento con voz de confesionario. La verdad, no sé qué piensan pero tales dosis de filosofías amatorias a las once y pico de la mañana no auguraban nada bueno. A la hora del café no está uno para escuchar “Sentido y sensibilidad” versión siglo XXI, por mucho que se esté poniendo ciego a chupitos en La Regenta. Si hubiesen visto la cara del amigo estarían totalmente de acuerdo conmigo, sus retahílas de “yayas” lo delataban.

Una joven pelirroja y pelo ensortijado llamó la atención de los amigos desde la ventana. Entró como un tifón con su abrigo negro y sonriente. Besó en los labios a nuestro hombre.

—Lo siento, cariño, no pude escaparme antes. —El hombre le quitó el abrigo, le colocó la silla a su lado y le agarró la mano.

—Isabel, ¿cómo has tardado tanto? Pensaba que no vendrías, cariño. ¿Qué quieres tomar? ¿Un café? ——Le pregunta con voz de tenor nuestro hombre.

celos


Es domingo. El termómetro de Caja Rural marca 16 grados a las dos de la tarde. Un domingo de febrero silencioso. Las puertas del balcón están abiertas y desde la calle llegan los gritos de un hombre alargado y enjuto, con patillas grises y tez morena.

—¡Zorra! Qué te piensas que no me entero... ¿Qué hacías por Bordadores? ¿A ver qué hacías?

Un taconeo crepita sobre la acera. Una mujer morena brillante grita a los cuatro vientos.
—¿Y tú...? ¿Tú, que hacías por allí? ¿No, trabajabas hoy? Pues en la calle no se trabaja, digo yo.
—No me has contestado, ¡zorra! ¿A ver..., qué hacías en esa calle?
—Nada, venía de la farmacia. ¿Y tú, cabrón? Mucho preguntar... ¿Qué hacías en la esquina? Allí, sólo, esperando. Esperando... ¿A quién esperabas, eh?

Los tacones han dejado de sonar. Las voces se esconden tras el quiosco de la esquina. En mi balcón, Elvis canta Suspicious minds.

“Estamos atrapados en una trampa
No puedo marcharme
Porque te amo demasiado, nena.

¿Por qué no puedes ver
lo que me estás haciendo
cuando no crees una sola palabra que digo?

No podemos seguir juntos
Con una mentalidad suspicaz
Y no podemos construir nuestros sueños
sobre pensamientos desconfiados.

Si un viejo amigo que conozco
pasa a saludarme
¿Aún veré desconfianza en tus ojos?

Aquí vamos otra vez
Preguntando dónde he estado.

No puedes ver que estas lágrimas son reales.
Estoy llorando

No podemos seguir juntos
Con una mentalidad suspicaz
Y no podemos construir nuestros sueños
Sobre pensamientos desconfiados

¡Oh! Deja que nuestro amor sobreviva
O seca las lágrimas de tus ojos
No dejemos morir una cosa buena.

Cuando, nena, tú sabes
Nunca te he mentido.
Mmmmmm yeah, yeah”

encandenados


Gabriel restregaba sus manos callosas con saña y mucho jabón tratando de quitarse el yeso incrustado. Era lo malo de ser yesista... Al menos, se había librado del muermo celestial y de su oficio de “corre, ve y dile”. Aunque lo peor eran las alas, no había manera de quitárselas de encima y, por si fuera poco, no valían para nada. Eso sí, aún le quedaban sus rizos y su carita angelical con los que trataría de ligarse a la amiga de la novia de Paco, el solador, “una morenaza” según le había dicho.

—Allí están —pensó al entrar en el bar “Oasis”, mientras se metía las manos en los bolsillos.

—Hola, chaval —le saludó Paco dándole una palmadita en la espalda y guiñándole un ojo—. No tienes remedio, siempre tarde. Ésta es mi novia, Sheila, y ésta es María. ¿A que es guapa?

—Hola, yo soy María —susurró ruborizada la morena mientras alzaba su cara virginal y le tendía la mano. “¡Joder! Qué castigo... Esta vez no va a ser fácil escapar.”, caviló Gabriel al sentir su mano suave y casta.

por los pelos

Lo bueno de mi peluquería es que no hay que pedir cita, ni esperar horas de siesta en sofás incómodos ojeando el tipito y los modelazos de las divas del cuché. Es una peluquería colorista en amarillo trigo requemado con listas verdes, azules y rojo inglés en las paredes; con huellas multicolores de la manos de Anita, Pedro, Silvia, Pablo... Los espejos de curvas sinuosas, ondas de mar transparente reflejan nuestros rostros demacrados bajo el pelo recién lavado.

Mi peluquero ronda los cincuenta. Es un tipo apuesto, de ojos verdes, patillas famélicas y dos pelos por perilla. Tiene una lacia melena rubia, bien cuidada, que voltea a un lado y otro con seducción, en agitados lances de manos huesudas, entre tijeretazos y trasquile de mechones. Viste en tonos pasteles: tostados, cremas, azulitos con floja discreción, y calza chancletas para lucir sus pies de dedos proporcionados en escala de sol.

Está empeñado en verme con el pelo cortito. Cada vez que voy, comienza el ataque. Yo me resisto –con lo que me ha costado llegar a mi melenón después de una eternidad con el pelo a lo flapper-: “No guapo, por ahora, no me trasquilas, aunque sea verano y todas las ovejitas hayan repudiado sus lanas merinas”. Frustrado su deseo, acomete el corte de la melena a capas con arranque y precisión de maestro pastelero que no se amilana ante la flacidez del merengue. Clava su mirada en mi cabeza con vehemencia y yo me temo lo peor... Sin titubear, con dominio del instrumento, se lanza en picado sobre los pelos mojados. Yo persisto en mi empeño y le replico una vez más: “No las puntas, sólo las puntas, dos dedos nada más.”

hombres con los que...

"Si un día tuvieran la ocasión de compartir su suerte conmigo, toda una vida,
sin duda me ofrecerían el aire...
hombres con los que no me he casado".

Dorothy Parker

Kurtz agarraba con fuerza el plato sopero y lo acercaba con precisión y tiento hasta el borde de sus labios sonrosados y carnosos; encajaba el borde del plato entre la comisura de los labios como si se tratase de una pieza del mecano, y sorbía despacio, profundamente como quién aspira el humo del primer cigarrillo del día, sorbía con ansia de sediento, con tal estrépito de gorgoteos que revolvía los fideos de las sopas ajenas. Antes del último sorbo, el resto de los comensales se habían deslizado silla abajo, habían acercado su cabeza al plato con tanto sigilo y cautela que la sopa estaba fría pero seguía intacta.

Roberto Roal tenía poca mano con las mujeres pero le gustaba alardear de su misoginia congénita.

Onofre tomaba el sol en el banco de piedra de la Quintana dos Mortos y escondía su nariz aguileña bajo el sombrero de panamá. En invierno, se calentaba el reuma con unos lingotazos de coñá en el Galo d’Ouro; usaba pantalón rojo de pana, jersey de cuello cisne negro y un abrigo corto gris marengo; bajaba y subía las escaleras de la Quintana dos Vivos con paso perezoso y algo cargado de hombros. Un verano, encontraron sus huesos larguiruchos y su hígado inservible en la cuneta de la autopista A-9.

hombres con los que no me he casado

Benjamín retorcía entre sus dedos afilados una bufanda de listas marrones y grises antes de atropellar con miradas desgarradoras a la mujer deseada. Miraba sin hablar. Farfullaba torpe y a trompicones, repleto de centellas entre los labios.

Gabriel tenía alergia a los metales y un dólar de plata en el bolsillo derecho de su pantalón de pana azul marino. Cada vez que estrechaba la moneda con su mano un sarpullido cenizo infestaba su reluciente piel morena.

Ricardo Fontenla miraba fijamente y de lejos, ausente, de viaje una temporada en el infierno a la búsqueda de las secretas palabras de poeta.

Benito hablaba por los codos sin esconder sus manos callosas y agrietadas, demasiado estropeadas de tanto yeso en las paredes. Cuidaba con tenacidad infantil sus preciados rizos rubios que hacían juego con sus sonrientes ojos azules.

de rebajas

de rebajas

Antes me gustaba ir de tiendas para dar rienda suelta a mi voracidad femenina de coqueta irredenta y, además, me servía de terapia –algo cara, eso sí, pero ¿cuál no lo es?- para quitarme alguna de esas espinitas que me clavan los chicos. Pero, ahora, hay algo más, los probadores de las tiendas de ropa femenina están repletos de hombres acompañando a sus mujeres. Y esa es una ocasión piripintada para echar unos tejos mañaneros entre espejos, olores a desodorantes, gasas y franelas, pies descalzos y aromas de opio o mandarina enlatados.

Uno de los especimenes más abundantes entre esta fauna de hombres que apacienta entre los pasillos y las cortinillas es el chico "yo pasaba por aquí y ésta me ha liado...". Este ejemplar se sienta a desgana en el taburete, le empluman el resto de las bolsas de compras y cuando la doña sale a enseñarse, mira sin mirar y no opina, asiente. Este sosito no contradice las observaciones de su señora: "Me queda flojo" pregunta observando la trigueña de gafas estrechas y culito respingón. "Sí, te queda flojo" contesta el hombre percha, sin añadir nada nuevo. Es del tipo de los que aprovechan para mirar de reojo, con nocturnidad y alevosía, a las otras que se contornean o lucen sus piernas hasta la ingle tratando de ajustarse el forro de la falda, y aguza el oído para escuchar el roce del forro con la piel de la chica canela que acaba de entrar en el probador de al lado.

Luego tenemos al tipo "hombre que todo lo sabe y todo lo entiende"; éste opina con fundamento, tiene criterio propio y sabe con exactitud y sin duda lo que le conviene a su chica. Éste es muy dispuesto, rebusca en la tienda, le trae la talla adecuada de la chaqueta chanel o la blusita que mejor combina con ese "pantalón que tan buena figura te hace", le hace desistir a la rubia de ojos negros de aquel pantalón de tweed que tanto le gustaba: "Sí, muy de moda esta temporada pero, nena, no te sienta, te hace el culo plano". Éste parece que se estudia el Vogue cada nueva temporada y permanece totalmente absorto en modelar "su" personal obra de arte y no pierde el tiempo mirando al resto de damas que pululan ante los espejos hechas un mar de dudas. Sus chicas los miran embelesadas pensando la suerte que han tenido en encontrar un hombre como éste que tan bien las entiende.

Y por último tenemos el tipo que las acompaña y aprovecha para adentrarse en ese universo de intimidad femenina expuesta impúdicamente a los ojos de otras congéneres de esa manera exhibicionista como se sólo se hace en los probadores. Este es un voyeur empedernido, mira dentro del cubil de su hembra, mira fuera a las odaliscas que presumen de ombligo y se suben la camiseta hasta el sostén para terminar de aclararse con el largo de la falda -sí una cuestión de perspectiva, me temo-. Y claro con tales remangues y visiones de refajos, combinaciones y otras lindeces de ropa íntima ellos son felices, recorren el pasillo, se acercan, se alejan para tener la perspectiva adecuada de su chica y de las señoras que se desnudan detrás de esas cortinas mal cerradas. El hombre voyeur está en su mundo y tan a gusto, su vista se eterniza en la duda y en el espacio: "No sé, no me acaba de gustar... A ver, date la vuelta... Súbete la falda a ver..." pero sus ojos se despistan al ver a la sueca de piel nevada que sale del probador con la blusa sin abrochar y el sujetador azul asomando por la ranura. "Pues yo lo veo bien, me gusta, no sé..." intenta aclararse la mujer del lunar en la mejilla. El hombre voyeur recobra el aliento y se centra al escuchar la voz impaciente de su chica: "No sé que te diga... A ver..., casi mejor que te quites los calcetines y ponte los zapatos..." le replica con voz sedosa y perdida al sentir el aliento cálido de la sueca detrás de la nuca.

el hombre melancolía

el hombre melancolía

El hombre melancolía usa perilla pero no sombrilla, y las penas le llueven grises,  sin descanso. Cada día una nueva tristeza le abate desde las zapatillas felpudas.  Sube despacio, mustia y mohína desde la planta de los pies, fémur arriba, hasta asentarse en la barriguita, bien adentro entre los pliegues melosos del estómago.  
 
El hombre melancolía siempre trabaja, no descansa, tanto abatimiento da mucho que hacer. Trabaja bien duro con las  murrias, las bate con melisa y una pizca de insomnio,  las amasa suave con palabras y las tiende a secar entre las adidas rojas y la camisa negra.
 
El hombre melancolía teje una manta de palabras al abrigo de la languidez lluviosa del jueves santo. Cavila, desteje, intriga, deshila,  y de tanto urdir el tedio la pesadumbre corre por las canales, baja por los sumideros, rebosa por las alcantarillas y va a parar al mar helado de las zangarrianas.
 
El hombre melancolía levanta la vista, templa los  enormes ojos azules, levanta la tapa del occipital y de un golpe, seco y metálico arranca el prendido flato de la temporada otoñal. De nuevo, asienta la cabeza trasquilada, acaricia la perilla y abre la sombrilla: “El sol de otoño no me sienta.” 
 

Los ingleses llevan camiseta de manga corta bajo la camisa de popelín blanco, cenan en el patio del "Delicatessen" en una noche de abanico y helados, y la rubia de negro impecable y piercing en el labio soba la pierna del lindo inglesito con los pies de rojo.
La petunia blanca se chamuscó a la sombra entre manos ajenas.
Mañanas fresquitas bajo lomas de “trigos requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos.”
La nevera vacía, entre silencios nocturnos, estertores quejosos de judías tiernas y muslos de pollo de corral recién adobados. Una frase mata el hambre de tanto darle vueltas, ni con otra vuelta de tuerca logra el efecto deseado. Los aniversarios confunden: no ponen los nombres en su sitio. “¡Ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar no lloro, y a veces, lloro sin querer”.
Los patos con vértigo miran incrédulos el canal de la Hacienda Zorita. Una nube de plumas deja un reguero de patos blancos arrollados en la autovía de Castilla. Sagitario888: la espía que surgió del frío. “Alguien que pide un papel de fumar... Alguien que baila sin brújula al fondo del local”. Una semana trabajando.

the black man /3

El sudor convertido en un río de fuerte olor a testosterona lo tenía totalmente empapado; agarró con alegría la toalla que el entrenador le ofrecía. Iban ganando y aunque el calor era obsesivo y estaba agotado no cedía un milímetro al dolor, sabía que ésta era su oportunidad. No podía creerlo, había conseguido encestar veintitrés tantos en este partido y la victoria ya era suya -la Regency School volvía a ganar la copa-, el mejor tanteo de toda la temporada y con los ojeadores de Harvard en el banquillo. La sonrisa del entrenador se lo confirmó: la beca estaba en el bolsillo. Podría graduarse en Económicas, él un “black man” de los suburbios de Chicago.

Su retina se llenó de colores, rojos, azules, verdes y amarillos, el sonido de un tintineo llegaba lejano, no, ya más cerca, era el tiritar de las botellas que chocaban entre sí. Horas y horas observando el trasteo azaroso de unas botellas contra otras. De las botellas de colores colgadas del manzano del jardín en su casa de Filadelfia Street, botellas azules, rojas, amarillas y ese sonido acristalado y brillante, titilante como las estrellas azuladas de las noches de verano. La voz de su madre llamando para cenar: “Robert, Robert, ven ya está lista... ¿Robert, dónde estás? ¡Robert, ven a cenar!” No podía contestar, no podía levantarse, sólo seguir tumbado, mirando fijamente las botellas de colores.

Poco a poco los cristales se disiparon entre la bruma, el sonido fue alejándose, y entre un mecer de olas y un susurro de viento salobre sintió el sol quemándole los ojos y un calor tenebroso con una peste azufre que le produjo arcadas. Otra vez el olor del miedo, el mismo que esta mañana sintió al bajar las vacías escaleras de West Ruislip. El ruido de los cañones era ensordecedor, uno tras otro descargaron sus bolas de pólvora, más estruendo y más cañonazos contra el bajel español que parecía acercarse demasiado. Las descargas sacudían la goleta. Todos aquellos hombres, mujeres y niños que viajaban hacinados desde el Golfo de Guinea, hervían de pánico. Entre aquel hedor de pólvora sin piedad, viajaba el terror de los secuestrados a golpe de bayoneta por los soldados ingleses.

De nuevo, la luz del sol le deslumbró, la claridad eran tan ardiente que el calor quemaba su piel, un calor desesperado. El sudor bajaba por sus poros y empapaba su camiseta del “Black Power”; hacía calor, y millones de “hermanos” se habían reunido para marchar sobre Washington, para reclamar el fin de la segregación, millones de personas para escuchar a Luther King: “I have a dream...”. Ahí perdió el miedo y decidió que el mundo era suyo.

Un estruendo de volcán encendido rebotó contra las paredes de hormigón, un río de lava asesina corría por los túneles cercanos a la estación de Mile End. En ese segundo infernal su retina se embriagó de imágenes veloces, su pasado, el pasado de sus antepasados y el futuro voló ante sus propios ojos. Un humo de fuego devastó los vagones y el olor a carne requemada, piel curtida y pelo carbonizados selló de muerte los pasillos de la incertidumbre que viajaba por las entrañas de la tierra. Suspiros de fuego estrujaron sus neuronas entre haces de azufre asesino, destilando una última lágrima salada y añeja que hirió de muerte su corazón.

the black man /2

Oxford Circus. “¡Uff! mitad de trayecto ya solo faltan quince minutos”, sintió un alivio tan pasajero como inútil. Al abrirse las puertas la tensión entró a borbotones entre los nuevos pasajeros, trató de apartarla de su cabeza y comenzó a repasar las citas de esta mañana. La cercanía del trabajo lo ensimismó en las tareas que comprobaba en su POD último modelo -regalo de su empresa-: “entrevista con Mr. Stuart, entregar el informe sobre el asunto de Sharp Corporation (discutirlo antes con Patrick)”.

Las francesas se bajaron en Bank y con ellas la algarabía. El silencio se dispersó entre los viajeros, como un gas venenoso electrizó el aire de desasosiego. Levantó la cabeza de la agenda y vio como el joven paquistaní, que estaba oculto tras las jóvenes francesas, sacó la mochila que tenía agazapada bajo el asiento, introdujo la mano y revolvió nervioso. El corazón acelerado disparó ráfagas de terror: “Ya está, esto se acabó. Ese cabrón...”

Un estruendo de volcán encendido le devastó los oídos, y sintió los ojos más abiertos que nunca, como platos, y una luz cegadora de nieve al sol los exprimió dentro de sus órbitas, y el dolor acribilló cada célula de su piel.

La piel de Lucy, blanca como la nieve, tan blanca que deslumbraba tendida a su lado. Cuánto había deseado abrazar una piel blanca, de poros cerrados, que oliese a blanco, y ahora con Lucy desnuda entre sus brazos el miedo le impedía abandonarse, deleitarse con la ternura imaginada; el miedo estrechaba el cerco, sus manos vibraban entumecidas por un calor asfixiante que le atenazaba la garganta y devolvía los suspiros al estómago. La amaba desde el primer día en que la vio en el comedor del campus, tanto la había deseado y ahora ese miedo siempre oculto entre las malditas neuronas le mantenía paralizado, torpe y destilando sudor a chorros.