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Emma B. El diario de una chica de provincias

perseguido

perseguido Sus perseguidores están cada vez más cerca. Les lleva poca ventaja a los hombres de Burjak. ¿¡Ese estruendo!? —ahora tan nítido—, no hay duda, los disparos de las kalasnikov.

—Tengo que pasar a Irán como sea, o ¡adiós reportaje! Tengo las fotos de los campos de opio, de las pistas, de los aviones, de los embarques; del jefe Burjak dirigiendo, supervisando las operaciones, vigilando. ¡Qué mala suerte que me descubrieran! —Rafael sabe que caer en manos de los señores de la guerra sería su fin: adiós a la fama, adiós al pellejo. Su única salvación es entrar en Irán. Estos amos de Afganistán no se andan con bromas, y menos un miembro del gobierno.

Ahora, este lago tan brillante de aspecto denso y pastoso. Todavía puede recordar su olor sucio. Se acerca y, con el dedo índice, prueba el agua; un regusto a sales, a azufre. Una peste hirviente, hasta parece que sale humo del agua tan caliente. Imposible beber, imposible cruzar a nado, demasiado caliente, demasiado largo, demasiado esfuerzo, demasiado cansancio. Demasiado cansancio acumulado después de dos días escapando de los hombres de Burjak.

—¡Más disparos! Las kalasnikov, cada vez más cerca. Tengo que llegar a Irán como sea.

Busca el viejo muelle destartalado y los cobertizos. Al primer golpe de vista, los encuentra muy cerca del árbol seco. Son su salvación: ahí estará la barca convenida con el guía, que le ayudó a cruzar la frontera. Corre con avidez salvadora. Revuelve en los cobertizos; nada, ni una miserable barca. Nada, solo unas latas vacías de gasolina, tablas, madera, y más madera en el muelle ruinoso.

—El hijoputa del guía no ha cumplido el trato, después de los 300 dólares que le pagué —maldice con rabia.

—No puede ser; tengo que cruzar a Irán —Desesperado mira el lago enorme, tranquilo y en calma.

—Tengo que llegar a la otra orilla como sea… ¡a gatas!. Los hombres de Burjak están al llegar. A gatas, aunque sea a gatas —repite, exhausto y excitado.

Rafael coge todas las tablas que puede del cobertizo; coloca unas cuantas, una tras otra, sobre el agua caldosa y maloliente. Una senda, sí, una senda: una tabla delante de otra. Al andar, ¡no, mejor gatear! —más seguro—, puede utilizar las que deja atrás para ir abriendo el camino. Rafael, de rodillas, tratando de guardar el equilibro, comienza su travesía. A lo lejos, en el confín de la llanura, puede ver el polvo que levantan los jeeps de los señores de la guerra.

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