miliko
Son las cinco y diez, me asomo a la ventana, vuelve a llover. Un cielo gris cerrado no deja ni un rastro de dudas en la sombra que nos echa encima esta tarde invernal con un aire cercado por agujas que castañean entre la ventolera. En la ventana de enfrente, con la persiana a media asta y casi a oscuras entre mórbidos reflejos del monitor, el vecino de casta militar digiere otro domingo más ante la pantalla del ordenador.
En la ventana contigua una mujer menuda, de labios nerviosos y brazos dispuestos teje pegada a la pantalla del televisor. La mujer arquea las cejas con gesto de sorpresa contenida y de olvido recordado en un ¡zas! Abre la ventana para recoger las dos bragas tendidas en volandas y aprieta los labios con pesadez tratando de no perder de vista el cigarrillo al que se aferra entre toses.
Son las once y veinte, el miliko continúa concentrado como si apuntase a ese enemigo oculto entre los vericuetos nocturnos de los miles píxeles alineados en escuadrón, parece que busca atinar el disparo del cañón al enclave más alejado. En la habitación contigua la mujer fuma sin bizquear, en un ajado sillón pasado de moda; horas y horas frente al rabioso colorido de la pantalla parlanchina y azucarada.
En las noches de verano, el miliko abre la ventana y respira; los mosquitos aspados se pegan cerriles al monitor, sin embargo no huye, ahí sigue sentado inmóvil. Sólo con la luz mañanera iza la bandera y cierra las esclusas.
Son las cuatro y diez, la noche es larga y fría, con cautela aparto una pizca las cortinas y sin encender la luz observo al miliko inmóvil, otra madrugada más. Tal vez, siente mi presencia porque su mirada traspasa mis costillas y rebota en el lomo del Casares. Vuelve al reflejo azulado del monitor y teclea con ritmo lento de habanera melancólica. Al lado, la habitación oscura y vacía a estas horas; cerca la mujer duerme lejana un sueño inquieto de galanes celosos y perros guardianes.
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