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Emma B. El diario de una chica de provincias

traqueteos y recuerdos

héroes

 

"Es necesario que comprendan: nosotros no tenemos capacidad para acomodar a los muertos en el lugar de lo eterno. 


 Nuestros difuntos desconocen su condición definitiva: desobedientes, invaden nuestra vida cotidiana, se inmiscuyen en el territorio donde la vida debería dictar su exclusiva ley. 

 

La consecuencia más seria de esta promiscuidad es que la propia muerte, al no ser respetada por sus inquilinos, pierde la fascinación de la ausencia total. La muerte deja de ser la más incurable y absoluta diferencia entre los seres."  

 

Rosalinda, la ninguna. Mia Couto. 

arrebato

 

 

 

En este momento reponen Arrebato en la 2. Tanta voz en off, tanto caballo y raya de cocaína me abruman. Y el mito de Will More roto en pedacitos de aburrimiento. ¿Me hago vieja?

 

 

 

 

 

 

El viento estrella los pétalos de los árboles de la plaza de España contra el asfalto. Los neumáticos los aplastan como si de cucarachas revoltosas se tratase. Cien pasos más abajo, un tipo de pelo blanco y abrigo negro con el pelo alborotado observa  cautivo la Torre del aire desde la terraza de Loft37. Me recuerda a John Cale: nariz aguileña y orejas al acecho. Y me acuerdo de su maravilloso concierto en el CAEM cuatro años atrás. ¿Será Sir Cale? No creo, pero gracias mister por recordarme aquella tarde inolvidable y gélida de febrero.

 

 

 

 

Cuando era pequeña y llovía todos los días, me gustaba hacerme la enferma, quedarme en camita mirando la lluvia sin hacer nada. Mi enfermedad favorita eran las anginas —que, por otra parte, padecía de verdad así que colaba— o un vago: "no me encuentro bien" de niña enclenque y enfermiza. La comida de enferma era pescadilla cocida con aceite —así te doliese el estómago, las anginas o la cabeza—, que mi madre preparaba como una delicatessen rural con la mitad de una cebolla.

Hoy he ido al cole y he mal comido un potaje de garbanzos que nunca me han hecho gracia hasta llegar a este momento vital,  ¡lo que es la edad!

 

corpiño xeitoso

 

La canción de mi adolescencia en versión de las chicas de Pontedeume, Faltriqueira. ¡Una monada!

 

¡Dios cuanto tiempo sin escuchar esta canción! Me pirra y la había olvidado, gracias a Carmen por recordármelos.

 

otro invierno lluvioso


El invierno en que Alfonso se puso el pijama de listas grises y verdes en noviembre y no se le quitó hasta bien entrado marzo con la disculpa de hacerse una culturita, la lluvia resbalaba por la palmera, se filtraba por la tierra negruzca del jardín de la casa de la Choupana y rezumaba a través del viejo terrazo de la planta baja de aquel caserón musgoso y cuarteado.

El minino de Lady Godiva aprovechaba la humareda nocturna para escaparse por el ventanuco de la cocina. Tantas noches de humo y niebla acabaron con él en una cuneta después de atropello madrugador.

Los amantes lanzaban guijarros a deshoras contra los cristales de la ventana del polvarium, para que una rubia noctámbula y ojerosa le abriese los postigos en pijama y con el pelo destrozado.

martes de carnaval

Al poco de doblar la esquina de María Auxiliadora, subiendo por Van Dyck me encuentro con el desfile del martes de carnaval: un moreno con un bombo, un tamborilero, y tres músicos más amenizan la marcha con musiquilla jaleosa. Más que martes de carnaval parecía el desfile procesional del Corpus, solamente las princesas azules, las cabareteras sesentonas, los gnomos zaínos y las hadas de pelo violeta desafinaban con el pesado caminar, el gesto adusto y frío de los paseantes.

Cuando era pequeña, en los carnavales de mi pueblo, era muy afamado el "baile de fachas" en el que la concurrencia que no iba disfrazada llevaba una larguísima capa negra. Me acuerdo de las capas negras de raso de mi madre y mis tías, con enormes capuchas ribeteadas de azul o violeta; me acuerdo de sus antifaces negros de tela. A escondidas me ponía la capa de mi tía que arrastraba por el pasillo deseando ser mayor para que me dejasen ir al baile.

sobre viajes

"Hay hombres-bazares. Se embarcan llevando un acopio de ideas bonitas. Tienen al principio una clientela asidua y jovial. Pero, a poco tiempo, quiebran. Han hablado tanto que quedan vacíos, resonándoles el hueco de las frases expedidas.

Y acontece el gran cambio. La jactancia de los primeros halagos se conierre en desasosiego y fastidio. Claro: no pueden reponer el stock amable, por más que se expriman y rebusquen.

Al final del crucero su bagaje es liviano de simpatía. Y bajan cavilosos, entre la indiferencia general, lo mismo que contrabandistas a quienes hubiesen decomisado el contrabando."

Periplo. Juan Filloy.


"Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil. No la exhiba a nadie. Sea un "sibarita del silencio", como dice Benjamín Jarnés. Los seres que hacen su propia apología deben recluirse en el narcisismo. Quien lleva a los pleasure trips preocupaciones de vanidad, agrega la carga más estulta a sus valijas... Vaya, entonces, con liviano equipaje de sí mismo: con muchas, muchas mudas para el cuerpo y pocos trajes para el alma."

Periplo. Juan Filloy.

pero el aire...

pero el aire...

(Playa de Aguieira. Portosín. 27-12-2009)


Son las 5:12 el viento zarandea las persianas, ruge entre las antenas y maltrata los pensamientos enanos aparcados en mi balcón. Más vale seguir encogida bajo el edredón. Otro manotazo del torbellino y las persianas emigran a lo Mary Poppins. El airón ulula entre los cascotes calle arriba, calle abajo. Sin pasos, sin coches. Cinco vueltas más. Las 6:24 voces oscuras planean en sueños. Sube y vuelve a bajar. Recuerdo el sonido de las campanas de los barcos en el muelle de Portosín. El vendaval arreciaba, tañían agitadas y nerviosas. Apenas una hora antes una extraña quietud se había adueñado de la playa, apenas ráfagas de viento, el mar en calma como en los calurosos días de julio, un cielo gris inquietante y la arena luminosa. Las 8:10 comienza a clarear por el este.

2009

Hay años que uno comienza mojado, esponjoso, con el agua chorreando por las rendijas y los termina agrietado con el gesto encogido. Pero este año que empezó con la sonrisa congelada, acaba con la cabeza a pájaros y el corazón palpitante, y un sin fin de palabras en la memoria: palabras impresas, crisis, ¿what crisis? - plan E, trajes corruptos, esqueletos que crujen, políticos en línea, canciones para abrigar el corazón, encuentros inesperados, palabras en voz alta, besos en los rincones, sostenibilidad, mentiras a la sombra de las palmeras, cerebros inundados, el azar a borbotones, y el deseo en gotas deslizándose por las hojas del naranjo.

feliz año, queridos

chin, chin...

buenas noches y buena suerte


Y para celebrarlo ...

Passion en el disco Cinema de Rodrigo Leao.

He llegado al final del libro sin soñar con ratas ni una sola noche -lo que es la edad, hay que ver-. Caminaba por la calle sin hurgar las alcantarillas, sin temor a encontrarme la ratita presumida yacente entre los escombros de cualquier obra parada por la crisis. Esto porque no me he largado a NY que si no tendría que golpear los cubos de la basura en Suffolk Street para espantar a las ratas que pasean a sus anchas por las aceras. He visto pasar los muertos, el sol requemado de Orán y las reflexiones de Tarrou de lejos -será también la edad?-. Para terminar, el cenizo de Camus nos alerta:

"Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la pese no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa."

En fin, lo mismito que dijo dña. Rosalía: "Cando unha peste arrebata, homes tras homes, non hai máis que enterrar de presa os mortos, baixala frente, e esperar. Que pasen as correntes apestadas...¡Qué pasen.., que outras virán!


olvidados

Supongo que estos tiempos de mascarillas, aislamientos en hoteles, miradas temerosas cada vez que escuchamos hablar con acento mejicano, me han recordado al libro de Camus, La Peste, de todas aquellas ratas que poco a poco fueron tomando las calles de Orán, de las pesadillas y la mezcla de asco y temor que me produjo a mis quince años.

"La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de la habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse."

Rebusqué entre las cajas de libros y allí encontré el viejo libro traducido por Rosa Chacel, nada menos!, con mi nombre en la primera página, las hojas subrayadas y llenas de anotaciones y referencias a las páginas del libro en francés que les correspondían -sí, lo confieso, niños, lo compré para zafarme de las traducciones-. No conservo el original en francés, que era una versión reducida, pero recuerdo perfectamente su portada: un dibujo antiguo de un médico de la peste con sombrero de ala ancha, gafas y máscara con una nariz enorme en forma de pico de pájaro.

He vuelto a leerlo, y creo que, ahora, lo que más me impresiona son las descripciones de la ciudad. En el libro confinan a los infectados en campos de futbol: "Todos los que Tarrou observaba tenían miradas errantes, todos parecían sufrir de la separación de aquello que constituye su vida. Y como no podían pensar siempre en la muerte, no pensaban en nada. Estaban vacantes. "Pero lo peor -escribía Tarrou-es que están olvidados y lo saben. Los que los conocen los han olvidado porque piensan en otra cosa y esto es comprensible. Los que los quieren los han olvidado también porque tienen que ocuparse... Y en fin de cuentas, uno ve que nadie es capaz de pensar realmente en nadie, ni siquiera durante la mayor de las desgracias."

déjà vu

En el TRD a Madrid me entretuve en releer unos relatos de Pitol, y ni tan siquiera me di cuenta que ella se había sentado frente a mí, al otro lado de la mesa. El olor a caniche mimado y madurita madrecanes logró distraerme de los vaivenes temporales de Nocturno de Bujara. Subió en Ávila con su bolsa porta-canes y un bolsazo. La mujer era menuda, de pelo corto, blanco y encrespado, y pantalones de cuero marrones. Con disimulo, mirando hacía mí a través del parpado, como si fuese a liarse un porro, rebuscó varios minutos en aquel pozo de los deseos -como para encontrar nada en ese pozo- hasta encontrar una toallita de manos que con primor extiende sobre su regazo. Entreabrió la bolsa y como si de un mago se tratase sacó un yorkshire terrier -yorkie para los amigos- con abriguito verde pistacho, y lo acomodó en la toallita con las patas traseras dobladas y las delanteras estiradas, en pose de otear el horizonte.

No podía dar crédito ¿estamos en el mes del perro? ¿son señales del destino? En apenas dos días los canes y sus dueñas me persiguen. ¿Tiene algún sentido oculto? En el viejo tren de Varsovia a Cracovia, al estilo de nuestro tradicional tren expreso nocturno Madrid-Galicia, una mujer mas ruda, más matrona y mal encarada me sorprendió con la misma operación, otro yorkie en el regazo sobre una toallita más raída y descolorida. El perro de la polaca -kalish o algo así, no era precisamente el tipo adecuado para aquella sargento-, la toalla y la miss desparramaban un hedor pises que amenazaba mi integridad durante las próximas tres horas ruta en aquel departamento cargado de olores y viajeros, con ventana y puertas cerradas. No me quedé quieta, en mi inglés más fino y académico pregunté si podía abrir la ventana, ante el silencio abrí antes que el mareo me trincase. Miss Polski ordenó al viajero taciturno y éste la cerró sin rechistar . Al rato entró el revisor, ni se inmuto ante la presencia del perrito. Mi última esperanza esfumada. Ya sólo me queda el bar o el pasillo. El perfume canino y a rancia pudiero con mis normas de viajera prevenida, abandoné la maleta a su suerte y pasé el resto del viaje en el bar-restaurante al abrigo de los aromas de la comida que se engullían dos japoneses.

El yorkie ladeaba la cabeza, rebullía pizpireto atento a las palabritas de la seño. Me escondí entre las callejuelas de Bujara temiendo respirar. Media hora más tarde apareció el revisor. “Señora no puede llevar el perro aquí, tiene que meterlo en la bolsa“. La mujer se hacía la remolona. “Mira lo que dice el señor, jeje”. Mi querido revisor no se movía. No tuvo más remedio que guardar a yorkie en la bolsa. “Le decíamos, por ejemplo, que al anochecer el aleteo y el graznido de los cuervos lograba enloquecer a los viajeros…”

traqueteos y recuerdos


Era un tren regional lento y sucio.
La mujer tendría unos sesenta años, el pelo color paja reseca en pleno julio, la cara marcada por unas arrugas demasiado profundas para la edad que minutos más tarde acabará confesando.

—¡Qué pesado se hace este viaje! Fíjese yo vengo del AVE. Zaragoza Madrid en una hora y quince minutos. Salí de Zaragoza a las 5, y a las 6 y cuarto en Madrid. En cambio a Salamanca casi tres horas. En el AVE se viaja estupendamente, no hace este ruido. Esto le levanta a uno dolor de cabeza.

—Yo vengo de Sevilla. Sevilla, Madrid en dos horas y media...! —Le contesta su compañero de fila. Suena El Corral de los Mojinos Escozios en su móvil— Dime. No, estoy en el tren. A Salamanca...

(De un tiempo a esta parte, los pasajeros de los trenes se dividen en los que han viajado en AVE y los que no.)

“Era un tren largo en el que lo habían metido aquella tarde. A través de la ventana la vio irse, alejarse, desparecer. Y de nuevo volvió a lo que había tenido antes de encontrarla. Ella ya no estaba allí, ni su cara, ni sus ojos, sólo había silbidos y ruido y un futuro en el que arderían ciudades enteras.” Vida privada. Nina Berberova.

Hace años en un tren expreso París-Madrid con muchos túneles para arrullarse y demasiadas horas para no pensar, M. regresaba casada con Omar, un turco enjuto de pequeños ojos renegridos y asustadizos y pelo rizado al que había conocido un mes antes en un banco de la Place des Vosgues. Siete meses más tarde en otro tren muy largo, él volvía a París sin ella con un reflejo verde en sus pupilas, las manos gastadas y un tufo a aguardiente entre los rizos.