adeje
La mañana de otoño baja transparente, y la Gomera al frente recuerda al último volcán de la Atlántida.
La mujer inglesa que habla español con acento gallego, sacude al pequeño Danny y le susurra con voz de currucú:
--Mira que te estampo como no duermas.
Danny ríe a carcajadas y espera la estampida.
--¡A ver, ni voy, ni vengo! Que te duermas... Mira que te aplasto. --Repite en ese tonillo de mamá joven que enternece. Danny la mira fijamente y parece que va comprendiendo el mensaje después de varios: "¡Oh my God!", y una nana en inglés, con soniquete de Lugo.
La mujer inglesa abre el termo con café que nos sirve bajo la sombrilla. Me cuenta que nació en Londres, hija de emigrantes gallegos, vivió allí hasta los dieciocho, se casó con un gallego y emigraron a Canarias; que echa de menos la lluvia, y la casa se le viene encima.
Entre suspiros y sorbitos de café americano, mi querida amiga L.A. --la mujer enamorada-- nos cuenta, una mañana más, los detalles de su noche vodafone: amor à la fin de l´été que crece gracias al satélite. Noches habla que te habla al rocío de Adeje con un tipo en Granada. Y otra mañana más, planchamos el espinazo al sol ávidas de nuestra dosis diaria de endorfinas. Sí, difícil de creer, pero me temo que padecemos la recién descubierta adicción al bronceado resultado de esas dulces endorfinas producidas por la piel expuesta al rayito de sol.
Los pájaros vuelan a turnos, inquietos. No escuchan, ni vigilan. Vuelan a ras de cielo y olvidan. Vuelan a ras de suelo y reclaman un sueño olvidado.
El inglesito de piel tostada, y ojos azul grisáceo me mira sin pestañear, apenas sonríe. Le miro, hago un gesto con la mano. Vuelve a mirar fijamente, sonríe con algo más de gracia pero sin confianzas. Sus ojos brillan al sol del mediodía. Lanza una última visual, y decide ponerse en movimiento, lentamente, sin agobios ni prisas. Una pausa en el camino, otra ojeada, con mi mano le animo a seguir, en su cara una sonrisa en los ojos y en la boca. Vuelve a empezar despacio, ahora se arrastra, ahora gatea con ímpetu, ya casi está a mi lado. Levanto mi mano, giro la muñeca una y otra vez, izquierda, derecha, izquierda... y le canto: Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba...; no entiende ni jota pero se ríe a carcajadas. Se sienta a mi lado sin dejar de observarme. Vacío la mochila en busca de una chocolatina, todo cae desperdigado en la toalla: el libro, el monedero, la libreta roja, el bolígrafo... ; agarra la funda de las gafas y la coloca entre su oreja y su boca, en plan hablando al móvil, y me mira como queriendo decir algo. Hoy, Georgie --el inglesito londinense-- cumple trece meses, y devora la chocolatina de un trago.
La mujer inglesa que habla español con acento gallego, sacude al pequeño Danny y le susurra con voz de currucú:
--Mira que te estampo como no duermas.
Danny ríe a carcajadas y espera la estampida.
--¡A ver, ni voy, ni vengo! Que te duermas... Mira que te aplasto. --Repite en ese tonillo de mamá joven que enternece. Danny la mira fijamente y parece que va comprendiendo el mensaje después de varios: "¡Oh my God!", y una nana en inglés, con soniquete de Lugo.
La mujer inglesa abre el termo con café que nos sirve bajo la sombrilla. Me cuenta que nació en Londres, hija de emigrantes gallegos, vivió allí hasta los dieciocho, se casó con un gallego y emigraron a Canarias; que echa de menos la lluvia, y la casa se le viene encima.
Entre suspiros y sorbitos de café americano, mi querida amiga L.A. --la mujer enamorada-- nos cuenta, una mañana más, los detalles de su noche vodafone: amor à la fin de l´été que crece gracias al satélite. Noches habla que te habla al rocío de Adeje con un tipo en Granada. Y otra mañana más, planchamos el espinazo al sol ávidas de nuestra dosis diaria de endorfinas. Sí, difícil de creer, pero me temo que padecemos la recién descubierta adicción al bronceado resultado de esas dulces endorfinas producidas por la piel expuesta al rayito de sol.
Los pájaros vuelan a turnos, inquietos. No escuchan, ni vigilan. Vuelan a ras de cielo y olvidan. Vuelan a ras de suelo y reclaman un sueño olvidado.
El inglesito de piel tostada, y ojos azul grisáceo me mira sin pestañear, apenas sonríe. Le miro, hago un gesto con la mano. Vuelve a mirar fijamente, sonríe con algo más de gracia pero sin confianzas. Sus ojos brillan al sol del mediodía. Lanza una última visual, y decide ponerse en movimiento, lentamente, sin agobios ni prisas. Una pausa en el camino, otra ojeada, con mi mano le animo a seguir, en su cara una sonrisa en los ojos y en la boca. Vuelve a empezar despacio, ahora se arrastra, ahora gatea con ímpetu, ya casi está a mi lado. Levanto mi mano, giro la muñeca una y otra vez, izquierda, derecha, izquierda... y le canto: Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba...; no entiende ni jota pero se ríe a carcajadas. Se sienta a mi lado sin dejar de observarme. Vacío la mochila en busca de una chocolatina, todo cae desperdigado en la toalla: el libro, el monedero, la libreta roja, el bolígrafo... ; agarra la funda de las gafas y la coloca entre su oreja y su boca, en plan hablando al móvil, y me mira como queriendo decir algo. Hoy, Georgie --el inglesito londinense-- cumple trece meses, y devora la chocolatina de un trago.
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